El dentista, la peluquería o la sala de espera de radioterapia son lugares fascinantes para hacer descubrimientos. Así me enteré de que una de mis novelas preferidas se ponía de moda. La causante fue Victoria Beckham, quien al tener a su hija le puso de nombre Harper, en honor a la escritora Harper Lee, autora de Matar un ruiseñor.
Algunos dirán que de esto ya hace mucho, puede ser, pero la biblioteca revística de las salas de espera es así, el pasado y el presente conviven.
También recordé que no hacía demasiado había leído una pequeña reseña sobre la novela en la revista (desgraciadamente desaparecida) Educación y Biblioteca y recordé que lo que más me sorprendió es que no hiciera mención a la película, porque para mí son la cara y la cruz de una misma moneda. No sólo porque son coetáneas, la novela se publica en 1960 y es llevada al cine por Robert Mulligan en 1963, sino porque ambas alcanzan los más altos reconocimientos; la novela recibe el Premio Pulitzer en 1961 y la película obtiene tres Oscar: mejor guión adaptado a Horton Foote; mejor intérprete masculino, nada menos que a Gregory Peck; y mejor dirección artística a Oliver Emert, Henry Bumstead y Alexander Golitzen.
No siempre la adaptación cinematográfica de una novela mantiene su calidad literaria, y digo literaria porque, aunque en cine hay mucho más: fotografía, música, interpretación…, todo ello está dirigido por alguien que logra que la Literatura sea imagen. A veces, incluso, ese alguien logra lo que parecía imposible que la imagen convierta en Literatura lo que no era. No es el caso.
Matar un ruiseñor es Literatura en todas sus formas.
Matar un ruiseñor, la película, se inicia con unos de los títulos de crédito más bellos de la Historia del cine. En pantalla una caja de madera llena de tesoros: dos monedas antiguas muy pulidas, dos pequeñas imágenes de un niño y una niña esculpidas en jabón, una medalla deslucida, un reloj de bolsillo que no funciona sujeto a una cadena, un cuchillo de aluminio, unas ceras y… aparecen las primeras letras: Gregory Peck in… La palabra in nos muestra el interior de la caja, con detalle, con deleite. Una mano de niña toma una cera del interior, garabatea sobre un relieve oculto bajo el papel y aparece el título: To kill a Mockingbird. La mano comienza a dibujar sobre un papel pautado. Primera raya vertical, de arriba abajo. La cámara se acerca y vemos un reloj con cadena y escuchamos un tic-tac.
El tiempo como elemento esencial o el no tiempo, porque el reloj no funciona.
Las letras van apareciendo meticulosamente dispuestas sobre los objetos hasta recorrer un lápiz. Y mientras, el dibujo va tomando forma, una mano pequeña termina un hermoso pájaro naif sobre el papel pautado. La mano toma unas ceras de encima de la mesa y libera una canica. Comienzan los encadenamientos, como en la novela y en el film: la canica mueve otra canica negra y en ella aparecen letras. De nuevo, el interior de la caja de madera y sobre las figurillas de jabón los nombres de los personajes principales, los dos niños. La mano infantil sigue dibujando, ahora unas ondas y vemos más objetos: plumillas, de nuevo, el reloj, una foto, una armónica… Las palabras no han cesado de aparecer.
En ese preciso momento, milimétricamente dispuestas sobre un silbato, leemos: music-Elmer Bernstein. Durante todo este tiempo hemos escuchado una deliciosa melodía acompañando las imágenes de Stephen Frankfurt, poco a poco, de una manera sutil y precisa, música y secuencia de créditos nos llevan a un preciso lugar.
Tanto la novela como la película están construidas sobre pequeños anticipos.
En los créditos, las letras están meticulosamente dispuestas sobre los objetos, hasta tal punto que pasamos de ver un objeto desenfocado a verlo con toda nitidez, y es, entonces, cuando las letras de los créditos también se hacen visibles. Y eso es algo en común en la novela y en la película, las cosas van adquiriendo claridad, vamos desentrañando lo que sucede. Las manos de niña dibujan una segunda raya vertical, como un nuevo punto de inflexión y terminan de dibujar un pájaro sobre el papel.
Alguien rasga el papel justo por el lugar donde estaba dibujado el pájaro.
Así de sencillo es Matar un ruiseñor.
Porque se trata de eso, de lo débil, de lo frágil y de un tiempo.
Y todo sucede en Maycomb, el lugar al que nos ha llevado la música, un pequeño pueblo de Alabama, en el sur de EEUU, en plena depresión de principios del S.XX en los momentos previos a la segunda guerra mundial.
La autora Harper Lee, nacida en 1926 con esta novela recrea su infancia, revisa la Historia.
La película con fragmentos narrativos casi literales, por imprescindibles, nos adentra en esa atmósfera detenida, por momentos asfixiante.
“El día tenía veinticuatro horas pero parecía más largo. Nadie tenía prisa, porque no había adonde ir, nada que comprar ni dinero con que comprarlo, ni nada que ver fuera de los límites del condado. Sin embargo, era una época de vago optimismo para algunas personas. Al condado de Maycomb se le había dicho que no tenía nada que temer, sólo a sí mismo”.
Y todo sucede de una determinada manera tanto en el film como en la novela, sucede con delicadeza y con rotundidad incluso en lo indeterminado:
“En el sur de Alabama no hay estaciones bien definidas; el verano flota a la deriva dentro del otoño, y al otoño a veces no lo sigue el invierno, sino que se convierte en una vaga primavera que se funde otra vez con el verano”.
Ochenta años después desde el tiempo en que se desarrollan la novela y el film, y cincuenta años después de que Harper Lee y Robert Mulligan lo contaran y lo denunciaran con unas formas impecables, lo único que ha cambiado es la velocidad de la vida.
La crítica al sistema en la novela es demoledora. Podría parecer una novela demasiado ambiciosa porque trata muchos temas: pone en entredicho el sistema educativo; exhibe una sociedad que estigmatiza la enfermedad mental; señala una sociedad racista y clasista y lleva hasta el ridículo sus contradicciones; describe una sociedad machista, en la que las mujeres no tienen los mismos derechos; muestra un sistema jurídico injusto; deja planear el peligro que entraña el uso de las armas de fuego; y hasta se adentra en el mundo de la droga, de la dependencia y plantea la necesidad de ser dueños de nosotros mismos. Y sin embargo, no sobra nada, todo está tejido y entretejido, los acontecimientos se van sucediendo de una manera serena hasta llegar al final.
Novela y película se alejan poco, lo suficiente para echar de menos en el film a tía Alexandra, un personaje digno de Balzac, se dice que no es oro todo lo que reluce y aquí diríamos eso mismo, pero al revés.
Ochenta años después las máquinas nos permiten ir más deprisa.
Le ganamos la batalla al tiempo (o eso creemos) con coches que son más y corren más, existen lavadoras, la colada se hace antes, las planchas eléctricas son más rápidas, tenemos más camisas, nuestra vida está llena de pequeños electrodomésticos que nos ahorran tiempo. La información nos llega de manera inmediata a través de la televisión, que se convierte en el escaparate de las cosas que necesitamos y que está presente a todas horas. Y todo va muy rápido, al revés que en Maycomb.
Pero la sociedad sigue siendo tribal también en el primer mundo.
La ignorancia y el miedo, como entonces, y más que nunca, siguen siendo la causa de la desigualdad que ahora es global. Como global va a ser la miseria de casi todos. El pobre sigue sirviendo al rico, pero eso es lo de menos, porque lo que importan son las formas.
Más que nunca se confunden valor y precio. La personas, como entonces, no tienen valor, pero sí precio. Las masas ya no son unos cuantos hombres linchando a otro, son muchos más, somos todos.
Parece que algo ha cambiado, pero no es cierto. Las apariencias son las que han cambiado, hasta el presidente de EEUU es negro por primera vez en la Historia y le ganó las primarias a una mujer blanca. Visto desde la óptica de la novela y el film parece que algo ha cambiado… pero los poderes fácticos son los que gobernaban y los que gobiernan.
Las cosas no eran lo que parecían, o no lo eran en Maycomb y eso tranquilizaba, pero hoy más que nunca las cosas parecen lo que son y son terriblemente descorazonadoras.
La vida ya no sucede en otro lado. Da ganas de volver a Maycomb, un lugar en el que se pensaba que aún era posible cambiar el mundo.
Paula Carbonell (Lyca)
(Imágenes de la secuencia de créditos de Matar un ruiseñor)
Claro, guapa, pero que sepas que más que nada para mí Matar un ruiseñor tiene sabor a Alicia y a ti.
Un beso.
(Incluso la asocio al padre de Ali).
Estupendo post, Paula. Ya sabes que también está en mi lista de favoritas.
Y un apunte o curiosidad musical más: el grupo The Boo Radleys tomó «prestado» su nombre del misterioso vecino de Atticus Finch.
Besos
Me quedo con el libro y con las conversaciones de Atticus Finch en la peli con sus hijos.
Comentarios así alientan a seguir.
Muchas gracias a ti, Emilio.
Estupenda revisión de letra y… «música». Gracias Paula.